10 de agosto de 2015



Siempre hablo de monumentos, alegorías de estructuras erguidas en un plano material tangible, los describo con el idioma en el que se me educó y trato, siempre manteniendo la metáfora asidua, de construir algo que se pueda ver. Toda mi intención es hacer un puente entre otros ojos y los míos, pero por más que escribo y leo y siento no hay comparación con los altares que en realidad hay en mi mente y mis habilidades descriptivas me fallan ante la maravilla del uso del español.
El problema es que más que monumentos son monstruos, pero el instinto de supervivencia les rinde homenaje haciéndolos edificios, obras de arte y esculturas que yo jamás podría formar con mis manos. Ojalá pudiera escribir de felicidad, no sentir una punzada en el estómago y que de ese agujero saliera como concreto, como cera, como barro, todo lo que me afecta el sistema límbico, miasma visceral y una amplia variedad de material inmundo, para tratar de hacer algo un tanto más estético y que no destruyera las bases en las que se forja la estabilidad emocional.